Vendiendo lombrices

Estaba entusiasmada cuando aprobé el examen de conducir y por fin me permitieron conducir el coche de la familia. Mis padres me dieron un juego de llaves, que yo con orgullo puse en mi llavero, prometiéndoles que honraría su confianza en mí. Pero una noche, mientras mis padres no estaban, una lluvia torrencial y un momento de debilidad pusieron a prueba mis buenas intenciones.
Mis padres nos dejaron solos a mis hermanos y a mí durante unas horas mientras hacían algunos recados. Empezó a llover y al poco vimos grandes charcos fuera de casa. Vivimos en una zona rodeada de tierras fértiles de labranza y cada vez que el terreno se empapaba de una buena lluvia, había gusanos enormes (nosotros les llamábamos lombrices) que salían de repente a la superficie, casi como por arte de magia. Cuando la lluvia cesó, pudimos ver cientos de lombrices regordetas deslizándose a lo largo del lodo resbaladizo por nuestro jardín y los caminitos.

Todavía estaba lloviznando cuando fuimos a por las linternas y unas cuantas latas vacías para empezar a cavar en el lodo en busca de las deslizantes criaturas. El plan no era tan atractivo para mí como para mi hermano, pero me sobrepuse al sentimiento de repugnancia y recogí mi parte de las escurridizas lombrices. Pasamos un rato recogiendo lombrices del lodo y luego nos dimos cuenta de que necesitábamos apresurarnos para atravesar la ciudad hasta la tienda de cebos. Yo no sabía dónde estaba, pero mi hermano me aseguró que él sabía cómo llegar hasta allí.
Se me encogió el estómago al recordar las numerosas oportunidades que había tenido esa noche de tomar mejores decisiones.Seguí sus indicaciones y pronto nos encontramos conduciendo a través de calles oscuras y desconocidas. Estábamos a kilómetros de distancia de nuestro hogar y su seguridad. Mi hermano estaba decidido a vender las lombrices, pero todo lo que yo quería era regresar a casa lo antes posible. En el momento en que estaba lista para dar la vuelta y volver a casa, vimos delante de nosotros un cobertizo tenuemente iluminado, con personas que se encontraban haciendo fila sosteniendo frascos y cubos. Accedí a regañadientes a llegar hasta el cobertizo y estar sólo el tiempo suficiente para vender las lombrices. Sin embargo, la fila iba muy despacio y pasó más tiempo antes de que mi hermano finalmente llegara al mostrador donde pesaron las lombrices y nos pagaron. Habíamos estado fuera de casa mucho más tiempo del que habíamos planeado.
Cuando llegamos al camino de entrada a casa, nuestros padres ya estaban allí. El corazón me dio un vuelco; sabía que me había metido en serios problemas por haber tomado el automóvil sin permiso. Se me encogió el estómago al recordar las numerosas oportunidades que había tenido esa noche de tomar mejores decisiones. Bajamos la cabeza al entrar por la puerta de atrás con la esperanza de evitar que se fijaran en nosotros, pero no tuvimos esa suerte. Sin embargo, no estábamos preparados para la reacción de nuestros padres.
Ellos estaban sentados a la mesa de la cocina, con las caras llenas de miedo y pesar. Las lágrimas resbalaban por las mejillas de nuestra madre; los ojos de nuestro padre estaban rojos y era evidente que estaba consternado. En lugar de saludarnos con ira, ambos gritaron con alivio al ver que estábamos sanos y salvos. Entonces nos preguntaron dónde habíamos estado.

Las lecciones que aprendí aquella noche tuvieron un gran alcance. Había dado mi palabra a mis padres y no la había cumplido. Cuando hacemos un convenio con nuestro Padre Celestial, tenemos la responsabilidad de cumplirlo. Al igual que mis padres estaban agradecidos al vernos volver a casa, el Padre Celestial nos recibe con amor cuando regresamos a Él.
Con el tiempo, aquel viaje que mi hermano y yo hicimos a la tienda de cebos llegó a formar parte de la historia de nuestra familia. Durante años sirvió como un cálido recordatorio de que siempre debemos estar en el camino correcto. Cuando no era así, alguno de nuestros padres nos preguntaba: “¿Estabas vendiendo lombrices?”.
Fuente: https://www.lds.org
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