domingo, 24 de febrero de 2013

Mi oportunidad de ser testigo

Raven Austin Haymond


Cuando me bauticé, prometí ser testigo de Dios. He tenido una gran oportunidad de hacer exactamente eso, en Honduras.
Recuerdo la noche que mi padre recibió el llamamiento. Estábamos todos sentados alrededor de la mesa de nuestro hogar en Carolina del Norte jugando UNO (un juego de mesa) y mi padre vino con la noticia. Iba a ser presidente de misión.
Cuando más tarde nos enteramos que íbamos a mudarnos a Tegucigalpa, Honduras, con ansiedad sacamos mapas y la enciclopedia. De alguna manera, me aterrorizaba mudarme a un país extranjero justo antes de mi tercer año de secundaria. Hablar español no era un problema (yo nací en Perú y mi familia había vivido en El Salvador durante siete años). Pero habíamos vivido en Carolina del Norte tan sólo por dos años. Finalmente sentía que pertenecía a un lugar y entonces llegó este llamamiento. Tendría que empezar todo de nuevo. Era emocionante pero intimidante al mismo tiempo.
La vida en la misión en Honduras era maravillosa. Asistí a espirituales conferencias de zona, ayudé a las fantásticas hermanas misioneras a enseñar el Evangelio y serví la cena de Navidad para ansiosos élderes. Sin embargo, no me estaba yendo bien en la escuela. Académicamente me iba bien, incluso estaba en el equipo de voleibol, pero yo era una de sólo tres norteamericanos en mi clase, sin mencionar que era la única miembro de la Iglesia en mi toda la escuela.
Hacer amigos era difícil. En una escuela que no tenía orquesta, coro ni programa de arte, no había muchas cosas que me interesaran. Además de eso, con mis valores SUD, yo no pertenecía a los clubes de baile, donde mis compañeros de clase pasaban sus fines de semana consumiendo alcohol. Hice amistades, pero pasaba mi hora de almuerzo en la biblioteca y mis fines de semana en casa. Y aunque los misioneros son maravillosos, ellos no están destinados a ser los mejores amigos de la hija del presidente de misión. Estaba sola.
En el pasado, no hablaba mucho con respecto a ser SUD, pero las personas se daban cuenta. Si preguntaban, les decía. En Honduras, sin embargo, el hecho de que era SUD era una de las primeras cosas que las personas aprendían acerca de mí. Conocía a una persona nueva y la conversación era algo así:
“Entonces, ¿qué hace tu papá?”.
Después de esta experiencia, ya no podía ser pasiva acerca de mis valores y creencias; tenía que ser un ejemplo de la veracidad del evangelio de Jesucristo para cada persona que conocía.
“Bueno”, explicaba, “él está a cargo de unos 200 misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en esta región”.
“¡Chévere!”, respondían, sin saber realmente qué decir.
Así que todo el mundo sabía y no me importaba. Entonces un día mi maestra me dijo que alguien había hecho un comentario acerca de los mormones mientras yo estaba fuera del salón de clases. Al parecer, no fue un comentario muy bueno. Todavía no estoy segura por qué me lo dijo.
Mi instinto me dijo que debía sentirme mal u ofenderme, pero algo más dentro de mí habló más fuerte ese día. Para mi sorpresa, sonreí y le dije que me gustaría dar una explicación acerca de la Iglesia a la clase. Sabía que nunca se les había enseñado nada acerca de la Iglesia por sus miembros y que sus comentarios se basaban en la ignorancia, no en la crueldad. A mi maestra le entusiasmó mi propuesta y organizó todo un período de clase para mí, para que hablara acerca de la Iglesia.
Probablemente debería haber estado nerviosa, pero con la ayuda del Espíritu, ese día llegué con entusiasmo e imágenes de templos en mano. El espíritu me susurró que ésa era mi oportunidad de ser testigo de Dios, tal como había prometido que lo sería cada domingo desde que me bauticé.
Organizamos las sillas en un círculo grande y comencé. Hasta el director de la escuela fue a escuchar. Decidí empezar pidiendo a mis compañeros de clase que pensaran acerca de qué sabían de nuestra Iglesia. La lista en la pizarra incluía cosas como Juan Smith, no beber gaseosas, todos viven en Utah y no salir en citas hasta los 16 años. Por primera vez, me di cuenta de que yo era el único modelo de lo que era un Santo de los Últimos Días para ellos. Por ejemplo, ya que personalmente había decidido no tomar gaseosa, asumieron que mi decisión tenía algo que ver con ser SUD. Yo era el único contacto con la Iglesia, entonces eso me dejó con la responsabilidad de proporcionar un buen ejemplo para ellos.
La conversación continuó, hablamos sobre la poligamia, las planchas de oro, la Primera Visión y otras preguntas. Me encantó cada minuto. El Espíritu me dio las palabras que debía decir y sabía que mis compañeros de clase estaban sintiendo Su influencia. Quizás ellos no se convirtieron de inmediato, pero por lo menos sabían más acerca de la Iglesia, se había plantado una semilla. Estaba llena de un espíritu de convicción y testimonio. Nadie se había ofendido por lo que había dicho. De hecho, creo que me respetaban más después de eso debido a mis creencias y normas. Era “chévere” ser SUD.
Aunque era la hija del presidente de misión, tuve la oportunidad de ser una misionera. Después de esta experiencia, ya no podía ser pasiva acerca de mis valores y creencias; tenía que ser un ejemplo de la veracidad del evangelio de Jesucristo para cada persona que conocía. Fui un testigo.



Fuente: https://www.lds.org

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